viernes, 17 de diciembre de 2010

El Renacimiento de Harlem (II)

Las literaturas poscoloniales

El canon literario, como ya se ha dicho, ha sido el europeo. Desde el Renacimiento, las diferentes naciones que integran Europa se han definido en torno al poder político y económico, poder que desde el descubrimiento del continente americano en 1492, se ha asociado al dominio territorial. Así, los distintos países europeos se han enfrentado a lo largo de la historia por la posesión de un mayor número de territorios que explotar. Sin embargo, esos territorios no están vacíos, sino que habitan en ellos personas diferentes a los europeos, con su propia cultura y tradición.

Como explicaba el bissauguineano Amical Cabral, la dominación política y económica sólo puede mantenerse por medio de la represión permanente de la cultura del colonizado[1]. Y eso es precisamente lo que intentaron las potencias imperialistas. No obstante, pese a los esfuerzos del colonizador, siempre o casi siempre quedan vestigios de la cultura que con tanto empeño ha intentado hacer desaparecer y, paralelamente, con el paso del tiempo, surge una literatura que da cuenta de la situación que vive el colonizado. La literatura, junto con el resto de las artes, es la manifestación de una realidad, una sociedad, un sentir individual o colectivo, y se convierte en instrumento de lucha por la libertad de un pueblo oprimido. Por tanto, podemos entender por literatura colonial la “literatura afectada por el proceso imperial desde el momento de la colonización hasta nuestros días[2]”.

Aparece así un nuevo esquema que afecta a la literatura, ahora sí, universal. Ya no se trata de un gran autor que escribe una gran obra, ni de un género concreto que florece en una determinada época, sino de una literatura a la que algunos críticos como Steven Tötösy denominan central (la que equivaldría a la literatura europea occidental) frente a una literatura periférica o marginal. Y esto ocurre no por caprichos del destino, ni siquiera por caprichos de los autores, sino como respuesta a una realidad evidente: la literatura europea, por mucho que trate de erigirse como universal, no puede llegar a serlo, por la sencilla razón de que nunca podrá dar voz a una experiencia que no sólo le es totalmente ajena y desconocida sino que además es una experiencia diametralmente opuesta a la suya. Es la literatura del dominado frente a la del dominador, la literatura que busca su lugar frente a la que se ha impuesto como única literatura válida, la transgresión de una norma dada frente a esa norma, es, en definitiva y en un plano estrictamente humano, una sociedad (la occidental), que se cree en posesión de la verdad más absoluta e incuestionable frente a una sociedad que se erige, en su diferencia, igualmente válida. La literatura occidental no es universal porque no puede dar voz al sentimiento de Otredad que alberga la práctica poscolonial.

Como es lógico, las manifestaciones poscoloniales no atraviesan, en su surgimiento y desarrollo, un camino fácil. Como decía Cabral, la manera más eficaz de mantener y prolongar el dominio imperialista es negar la cultura del colonizado, al que se concibe como un bárbaro inferior por un europeo que, condescendientemente, afirma estar llevando la civilización y los valores (su civilización y sus valores) a un mundo que carecía de ellos. Al negar el europeo la cultura precedente, impone la suya propia, de modo que la dominación política y económica corre paralela a una dominación cultural: el canon occidental es impuesto en la colonia, y ello implica géneros, autores, obras, etc. La nueva literatura debe enfrentarse a toda una tradición poderosa en sí misma y en la medida en que se ha adueñado de la propia concepción de la literatura por los colonizados.

Junto a la tradición literaria, la lengua de la metrópolis también es exportada e impuesta en la colonia. Así, cuando el autor se propone escribir a favor de la independencia y la libertad y para rechazar todo lo impuesto, se encuentra con que, paradójicamente, está llevando a cabo su lucha con los instrumentos del colonizador.

Pero quizá el extremo de la dominación se alcanza cuando el colonizador niega incluso la humanidad del colonizado o, cuando menos, da por sentada su inferioridad. La idea de barbarismo, ignorancia, etc. cala profundamente en el conquistado, puesto que las nuevas generaciones ya crecen bajo la educación colonial. El escritor colonial tiene que luchar también y sobre todo contra esa concepción de sí mismo, y tiene que recuperar la identidad de su raza, equipararla a la raza dominadora, deshacerse de las concepciones impuestas, y eso no es, en ningún caso, tarea fácil.

Hasta ahora hemos descrito el desarrollo de una literatura poscolonial (no importa cual, puesto que hablamos de rasgos generales y comunes a todas ellas) como el intento de recuperación de una identidad pasada, que implica a su vez la reconstrucción de una historia humana propia y una civilización, y la transgresión de los criterios formales y estéticos de la metrópolis. Y sin embargo, todo ello debe conducir a alguna parte, debe defender un proyecto que, en el caso de las literaturas poscoloniales, alcanza de lleno el plano político, puesto que la ambición de los ciudadanos colonizados de un territorio es alcanzar su independencia como país.

En definitiva, la literatura poscolonial supone una rebelión contra el poder imperialista, una rebelión que alcanza todos los campos de la vida humana y que busca una independencia política y económica pero también cultural y moral. Las artes, y entre ellas la literatura, suponen ese correlato cultural y moral y son un pilar fundamental, como se verá a lo largo del trabajo, del cambio de ideología que debe producirse en una sociedad para lograr la independencia.

Está comúnmente admitido que el estudio crítico de la literatura poscolonial nació como tal con la publicación en 1978 de Orietalism, por Edward Said, un profesor de literatura comparada de nacionalidad palestina cuya labor profesional se ha desarrollado en algunas de las universidades más importantes de Estados Unidos. Con este libro, su autor ponía de manifiesto los falsos prejuicios que han dominado la mentalidad occidental con respecto a la cultura oriental, y de los que se ha servido Europa para justificar en cierta medida su actitud imperialista. Sin embargo, antes de Orientalism hubo movimientos precursores de estas reivindicaciones, entre ellos el Harlem Renaissance[3], una corriente que reclamó los derechos de la población negra estadounidense en las décadas de los años veinte y treinta, cuyo principal medio de protesta y reflexión ideológica fue la producción literaria y que influirá en gran medida en la configuración, posteriormente, de las literaturas poscoloniales, especialmente las del continente africano.



[1] Cfr. Amilcar Cabral, “National Liberation and Culture”, en P. Williams y L. Chrisman, Colonial Discourse and Post-Colonial Theory, Hertfordshire (Reino Unido), Harvester Wheatsheaf, 1993, p. 53.

[2] B. Ashcroft, G. Griffiths y H. Tiffin, “El imperio contraescribe: introducción a la teoría y la práctica del postcolonialismo”, en M.J. Vega y N. Carbonell, La literatura comparada: principios y métodos, Madrid (España), Gredos, 1998, p. 179.

[3] Cfr. M.J. Vega y N. Carbonell, La literatura comparada: principios y métodos, Madrid (España), Gredos, 1998, p. 139.

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